DOLOR
No hay día que pase y que no pensemos o, lo que es peor, sintamos esta repudiada palabra. Se ha escrito mucho sobre ella. Filósofos, psicólogos, médicos… dedican su vida y sus estudios a intentar erradicar esta palabra de nuestras vidas, conocer su genealogía, mitigar sus temerosos efectos, etc… Otros más osados descubren en ella un sinfín de placeres y, por el contrario, otros pasan su vida atemorizados hasta puntos vital y emocionalmente inaguantables.
¿Cómo puede marcarnos tanto un sola palabra y llegar a definir, crear, modificar y erradicar aspectos importantísimos de nuestra personalidad?.
A pesar de todo ello, y de la persistente lucha del ser humano en contra del inadmisible DOLOR, resulta paradójico que sin él, simplemente, no existiríamos.
A priori, esto resulta un tanto… como lo diría, extraño; ya que un mundo sin dolor sería sencillamente maravilloso, idílico… cosa que a sabiendas de que es utópico e inalcanzable, seguimos empeñados en intentar conseguirlo. Personalmente, pienso que la razón que nos ayuda a vivir, es decir, a huir del existencialismo filosófico, del sinsentido vital es, precisamente esa encarnizada e interminable lucha. El DOLOR tiene una razón de ser, forma parte de nuestro sistema. Es, sencillamente, una alarma que nos avisa del peligro. Si consiguiéramos ganar esa lucha, si pudiéramos carecer de él, moríamos.
Hay una prueba lógica y sencilla de esto. Cada vez se dan más casos del extraño síndrome de incapacidad genética de percibir el DOLOR. Estos niños, y digo niños porque, obviamente, nunca llegan a adultos, mueren muy pronto, apenas aguantan unos años, pues no se pueden percatar de las heridas. Si un niño se apoya en una estufa muy caliente acabará calcinado, al igual, que tampoco podrá advertir ningún inicio de enfermedad.
Existe una frase que resume y da respuesta a lo planteado, el gran Nietzsche dice: “DOLOR PASA; PERO VUELVE”
¿Cómo puede marcarnos tanto un sola palabra y llegar a definir, crear, modificar y erradicar aspectos importantísimos de nuestra personalidad?.
A pesar de todo ello, y de la persistente lucha del ser humano en contra del inadmisible DOLOR, resulta paradójico que sin él, simplemente, no existiríamos.
A priori, esto resulta un tanto… como lo diría, extraño; ya que un mundo sin dolor sería sencillamente maravilloso, idílico… cosa que a sabiendas de que es utópico e inalcanzable, seguimos empeñados en intentar conseguirlo. Personalmente, pienso que la razón que nos ayuda a vivir, es decir, a huir del existencialismo filosófico, del sinsentido vital es, precisamente esa encarnizada e interminable lucha. El DOLOR tiene una razón de ser, forma parte de nuestro sistema. Es, sencillamente, una alarma que nos avisa del peligro. Si consiguiéramos ganar esa lucha, si pudiéramos carecer de él, moríamos.
Hay una prueba lógica y sencilla de esto. Cada vez se dan más casos del extraño síndrome de incapacidad genética de percibir el DOLOR. Estos niños, y digo niños porque, obviamente, nunca llegan a adultos, mueren muy pronto, apenas aguantan unos años, pues no se pueden percatar de las heridas. Si un niño se apoya en una estufa muy caliente acabará calcinado, al igual, que tampoco podrá advertir ningún inicio de enfermedad.
Existe una frase que resume y da respuesta a lo planteado, el gran Nietzsche dice: “DOLOR PASA; PERO VUELVE”